No se sabe bien cómo,
ni se supo bien dónde fue.
El mundo siguió girando,
con un cadáver a sus pies.
Cayó sin hacer ruido,
lejos de la vista ajena.
Tenía el cuerno retorcido
en la carne de su pena.
Un pedazo de luna muerta
sangraba desde su frente.
El peso del mundo ciego
cargaba su lomo partido,
cansado de ser fuerte.
No hubo testigos dolientes,
ni temblaron las campanas.
No hubo siquiera aleteos;
quedaron solas las ramas.
Sus pupilas se disolvieron,
sus ojos se volvieron abismos.
Tenía en los cascos heridas
que ocultaba bajo herraduras,
para alejarlas del cinismo.
Se rompió el cristal opaco
que guardaba la candela,
la que el mundo despreciaba,
pero que, fiera, resistía y brillaba.
Solía ocultar su cuerno
y cercenaba su crin.
Se disfrazaba de caballo,
para aplacar el juicio ruin.
Aunque no era Pegaso,
le cortaban las alas.
Temían que su vuelo
despertara sus almas.
Cabalgaba de noche,
en la sombra sin reproche.
Bajo el techo de estrellas
se mostraba sin reservas.
Tal vez lo venció el invierno,
tal vez lo sofocó el calor.
En un mundo sin ternura,
cualquier clima trae ardor.
Latigaban su latir,
fustigaban su intensidad,
ponían un bozal de hierro
a su viva sensibilidad.
Tal vez repudiaban lo cálido
y adoraban la frialdad.
Quizá pensaban
que abrirse en canal
podría ser debilidad.
O quizá solo odiaban
lo que no podían domesticar.
Ya no pasta en las llanuras,
ya no hay fuego en sus pezuñas.
Ya no puede cabalgar,
ya no hay sol en su mirar.
Algunos piensan que es leyenda,
pues muchas voces afirman
que un unicornio no puede ceder.
Pero yo escuché el lamento
que hizo su cuerpo al caer.
Aún sin estar presente,
lo sentí desvanecer.
Toqué su herida en sueños,
se mezcló entre mis versos.
En mi mesa de noche,
la sombra de su galopar
dejó pedazos de su alma,
y también de su mirar.
Ha muerto un unicornio,
su sangre manchó el jardín.
Su carne no se pudrió:
se hizo nube
para poder huir.
No me pidan pruebas,
tampoco yo las vi.
Pero sé que su sangre aún escurre,
si tocas flores de su jardín.
Cayó la vida,
cayó la noche.
Brindó el jilguero
un canto de consuelo.
Huyó hacia el cielo
un bramido sin dueño.
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Epílogo:
Aún se escucha cabalgar,
aún resuena su relinchar.
Lo escuchan
quienes comparten
su tierno y feroz mirar.
Lo ven
quienes se han resistido
al molde del mundo,
quienes han sangrado
por sus bordes afilados,
al querer ser encajados.
Lo sienten
quienes son fuegos con identidad,
quienes fueron niños,
y que aún conservan
algo de esa verdad.
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